viernes, 16 de noviembre de 2012

Pablo y Martina. Cuento lacrimógeno

Esta semana ha sido muy sosica. Nada en mi vida a pasado que nos pueda hacer reír, llorar o indignar. 
Pero no quiero dejaros sin un poquito de mi, así que aquí os dejo un cuento que escribí hace un tiempo.

Pablo y Martina eran dos hermanos, él tenía 9 años y ella 7. Pese a la diferencia de edad se querían un montón y eran inseparables. 

Pasaban el verano en casa de su abuela ya que sus padres trabajaban todo el mes de agosto y no podían hacerse cargo de los niños.

Como muchas familias españolas, sus padres subían el fin de semana y cuando llegaba el domingo daban un fuerte abrazo a sus hijos y volvían a la ciudad.


Su abuela era ya mayor, no estaba para cuidar de dos chiquillos pero como vivían en un pueblecito muy pequeño los niños podían campar a sus anchas. La única prohibición que tenían era que no podían adentrarse en el bosque.


Para los hermanos era una restricción, a veces, difícil de mantener. La casa de la abuela estaba justo en la frontera del pueblo y el jardín lindaba con este. Como un imán gigantesco, las pelotas se les perdían entre los árboles y tenían que olvidarse de ellas. La mayoría de veces era porque Pablo la lanzaba con demasiado ímpetu. Pero los hermanos ya habían ideado un sistema para que no fuera tan dolorosa su pérdida. Antes de empezar el juego les ponían nombre a las pelotas y al quedarse sin juego, se
inventaban una nueva vida para la pelota perdida. Clotilde, la última, llegó al mar, se embarcó en un barco pirata y recorrió los 7 mares.


Pero un día algo cambió. Era domingo, sus padres hacía un buen rato que se habían ido y estaban jugando en el jardín esperando a que fuera la hora de la cena. Los domingos, para cenar, la abuela siempre le hacía una pizza. Sabía que a los críos les afectaba que sus padres se volvieran a la ciudad, por eso, les intentaba animar con una suculenta pizza de jamón y queso casera.
 

A Martina le rugían las tripas y ya hacía  rato que no oían a la abuela trajinar por casa. No se olía ni rastro de la pizza que les esperaba para cenar.

- La abuela ya chochea, hermano – dijo Martina tocándose la barriga.


- ¡Esta mujer nos matará de hambre! – se quejó Pablo.


Justo entonces, apareció la abuela. Miró a los críos y con un resoplido se sentó en las escaleras del patio. Pablo lanzó a Gertru, la pelota con la que estaban jugando en ese momento y le dio tan fuerte que empezó una nueva vida en el bosque.


Los dos hermanos corrieron hacia la abuela y cuando llegaron delante de ella vieron que llevaba un pañuelo mojado en la mano. Tenía los ojos hinchados y se veía que había estado llorando. De inmediato los abrazó, sin poder emitir ni un solo vocávulo se echó a llorar i los abrazó más fuerte. Ellos se intentaron zafar del abrazo al que estaban sometidos. No entendían lo que sucedía pero sabían que no podía ser nada bueno.


Finalmente, la abuela les contó que sus padres habían tenido un accidente de coche y que habían muerto al instante. Los niños se quedaron en estado de shock. 


A Martina le caían las lágrimas por la cara sin poder cerrar sus pequeños ojos. Ya no vería más a su monstruo de las cosquillas.
 

Pablo no podía apartar la mirada de su abuela, no podía creer lo que le estaba contando. Porque decía esas cosas tan  horripilantes. Era imposible aceptar que su mamá no vendría más a darle un besote en la frente.

Pasaron los tres peores días de su vida. Volvieron a la ciudad para enterrar a sus padres. Les dieron palmaditas en la espalda, les estrujaron los mofletes. Todo el mundo les dijo que sus papás estaban en el cielo y que se tenían que portar bien con la abuela, que ellos lo veían todo.


Cuando volvieron al pueblo el verano ya había acabado. Pablo, Martina y la abuela se sentaron en las escaleras del patio. Sin decir una palabra miraban el bosque que parecía una postal otoñal, hacía viento y mesaba las copas de los árboles. La abuela, que era conocedora del juego de los niños con las pelotas empezó a hablar:
- Mamá y papá han cruzado el bosque para ver mundos muy lejanos...



Los niños, le sonrieron, se abrazaron fuertemente y la abuela les continuó contando el gran viaje que estaban llevando a cabo sus padres.
 
Desde ese día, los hermanos encontraban, cada domingo, una pelota que volvía de su viaje. Siempre iba acompañada de una carta de sus padres donde les contaban que lo mucho que les echaban de menos.

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