El viernes llegué a
casa sobres las 11 y media de la noche y me encontré que mis vecinos estaban
haciendo una fiesta.
Mis vecinos de arriba son unos jovencillos ários que
hablan en malhumorés. De esos que parece que estén enfadaos contigo cuando
sólo te estan dando los buenos días.
¡Tenían liada una! La música a tope,
gritaban, vitoreaban a no sé quien, daban saltos, tiraron botellines por la ventana.
Vamos, un pollo tremendo.
Estuve sopesando la idea de subir a quejarme
pero más por el estado de las vigas centenarias que separan nuestros pisos que
por el escandalo en sí. Pobrecillos si son encantadores, nunca hacen ruído ni nada. Por una fiestecilla que hacen también que les vas a decir. Pensé para mis adentros mientras me ponía mi pijama de cuadros y me disponía a pasar la noche en vela.
Pero para mi gran sorpresa llegaron las doce de la
noche, apagaron la música y como si bella durmiente hubiera hecho de las suyas
el edificio quedó sumido al más absoluto silencio. ¡Qué maravilla, oigan!
Estoy convencida que si hubieran sido de otra nacionalidad o españoles mismo la
fiesta hubiera durado hasta las mil. Se hubieran pasado por el forro de los
cojones el respeto y descanso de los vecinos y hubieramos acabado con los
mossos reventando la fiesta.
Al
día siguiente, ví a uno de ellos y no pude
evitar sonreirle. !Casi le abrazo y todo! Pero como es un jovencito
bastante
buenorro me contuve, que aunque sean el colmo de la educación yo no sé
que haria el muchachito del norte si una loca de treintaymuchos se le tira a los
brazos sin ninguna explicación. Quizá nacería una hermosa amistad pero
como no estaba muy convencida de ello, me limité a lanzarle una sonrisilla
cómplice y de eterno agradecimiento por dejarme dormir.
Ojalá fuera normal que la gente respetara a los demás y en lugar de admirar a mis vecinos por comportarse como personas adultas pudiera felicitar al resto del mundo por una buena educación y un respeto mútuo.
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