miércoles, 24 de agosto de 2016

La vida de una silla en culos



El otro día, en mi barrio, un martes como cualquier otro, en el que los muebles se amontonan por las aceras, de camino a casa me enamoré. Primero, pasé de largo ignorando lo que mi rabillo del ojo ya había captado. Acurrucada al borde de un container de basuras estaba una silla de madera. Una rampoina más dejada en la calle que me robó el corazón a primer vistazo. En un primer momento fui fuerte. No se cogen mierdas de la calle, me decía. Es un trasto más que no necesitas, ya tienes las sillas justas y necesarias para vivir, de hecho, te sobran tres de ellas no hay necesidad de una quinta a desacorde con el resto. Subí a casa convencida de ello, abrí la puerta y, sin quererlo, mentalmente empecé a escanear mi casa para buscar una excusa hecha rincón donde poder poner la silla abandonada. Salí un par de veces al balcón a mirarla desde lejos, se la veía triste, nadie más se la miraba y con sus patas de ñigui-ñogui crujía en un grito de auxilio que sólo yo podía escuchar. En cinco minutos, no pocos más, ya la tenía en mi galería registrada y en cuarentena por si traía consigo compañía non grata para mí.

Así que la traté con cariño y la reinventé pintándola de blanco. Mientras me dedicaba a acariciarla con un pincel de dudosa calidad comprado en un chino, mi mente inquieta empezó a imaginar qué culos había vivido esa silla. Y como cada año, por verano, escribo un relato aquí tenéis el de La vida de una silla en culos.

Que pareja tan bonita con la que me ha tocado vivir. ¡Tan enamorados! Todo el día dándole como conejos. Con esa pasión que lo desborda todo y que por la urgencia de un desvestir improvisado me lanzan sus prendas y acabo con unas braguitas empapadas de sexo colgando de mi respaldo y el resto de ropa hecha un burruño en mi asiento. Detrás de mi pata delantera, la de la derecha agazapado y sin querer mirar el espectáculo se esconde un calcetín que se haya perdido. Ha sido el último en ser lanzado e involuntariamente se ha desparejado de su hermano.

Ella está preocupada, no para de sentarse en mi regazo. Se vuelve a levantar, se acerca a la ventana, mira. No sé qué espera ver. Quizás él llegue pronto, la veo demasiado nerviosa. Se oyen las llaves y corre a la puerta para recibirlo. Lo trae de la mano y le pide que se siente. Lo noto tenso. Ella sentada frente él, en el borde de la cama, le sonríe y de debajo de la almohada saca un palito. Él mira perplejo pero finalmente también sonríe. Él la estira para sí y se monta a horcajadas sobre él para abrazarse bien. No me importa soportar la feliz carga de dos y medio.

Ella empieza a gritar. Advierte a su ya marido que venga a mirar. La pequeña se está agarrando con fuerza a mis patas delanteras. Es evidente que le pesa el culo, con tanto pañal, pobrecita, no me extraña. Sus patas no son tan regias como las mías. Sonríe a su mamá, ve como la jalea, como la anima para seguir subiendo por mis extremidades. Suelta una mano, la posa un poquito más arriba, agarra bien, se concentra, emite sonidos que solo ella entiende, despega la otra mano, mismo proceso ¡Lo está consiguiendo...! Llega él con su cámara en mano y la niña gira su cabecita para mirarle y en un acto inaudito de valentía, se despega de mí para dar sus primeros pasos hacía su papá.

Me han trasladado, ahora me toca soportar el mal humor y las hormonas incontenidas de una niña adolescente que acumula ropa encima de mí y que se cree que desaparece por arte de birlibirloque para volver limpia y planchada. Parece que es época de exámenes. La cama está llena de libros, libretas y folios tirados por toda la habitación. Frente al ordenador observando fijamente se encuentran ella y un compañero suyo que ha venido a estudiar alguna asignatura que, por supuesto, no tiene nada que ver con lo que se puede ver en la pantalla ahora mismo. Él la hace reír y ella se toca el pelo enredándolo en su dedo. Está aprendiendo a coquetear demasiado rápido. El joven capta la señal y la besa en los labios. ¡Su primer beso! Poco tardará en contárselo a su mejor amiga en un parloteo incesante.

He vivido un largo abandono en una habitación de una niña que creció y se fue a vivir su vida. Finalmente, he pasado a un rincón de la cocina. La mamá le gusta ver las noticias en una televisión diminuta mientras hace la comida para su marido recién jubilado. Él entra nervioso y en un revuelo entran también mi antigua compañera de habitación con el que es ahora su hijo en brazos. Asustada la mamá, ya abuela, se levanta y permite que apoyen en mí al niño que lleva una rodilla ensangrentada. Con dulzura y mucho amor, con la punta de un pañuelo, la abuela limpia la pequeña herida mientras le susurra tranquilidad al oído del pequeñín que va dejando de llorar. El primer día sin ruedecines en la bicicleta ha sido más duro de lo que pensaban.

Mis piernas, a duras penas, aguantan el peso de calidad de vida de mi dueña y en consenso entre marido y mujer han optado por el reemplazo generacional. Al aire libre, una noche de verano, un martes para ser exactos, he vivido mis cinco minutos más desoladores. Pronto una mano amiga, me ha levantado del suelo y me ha cobijado en su hogar. Parece que la chica vive sola, ni gatos, ni perros, ni amantes. Ya tiene cuatro sillas alrededor de una mesa, no sé porqué quiere una más. No tengo muy claro que ésta chica sea muy normal pero estoy contenta porque me ha pintado de blanco. Ahora me siento rejuvenecida y feliz.

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