jueves, 21 de noviembre de 2013

calentito, calentito...

Pues parece que ya ha llegado lo que tenía que llegar, lo inevitable, lo que todos pedíamos a gritos pero que nadie quería que llegará de verdad: el maldito, aplatanante y toca pelotas invierno. Menos mal, que desde tiempos inmemoriables el ser humano se las ha ingeniado para no pasar frío.

En mi casa, las cuatro veces contadas que subíamos al pueblo en esta época mi madre, antes de irnos a dormir, pasaba la plancha entre las sábanas para que al entrar en el sobre estuviera bien calentito. Yo soy más de usar el secador, lo único, si lo hacéis, recordar dejar suficiente espacio para la salida del aire del aparatejo. Yo creo como una especie de tienda de campaña con el almohadón porque sino el secador se ahoga, se para y así no hacemos nada. Otro truquele que suelo utilizar es una bolsa de agua calentita, hay que gustirrinín que da poner los pies congelados encima de ese elemento tan poco glamouroso, vale, artílujo de vieja quizás, pero va de coña, os lo digo yo.

Y si sois de manga ancha también podéis poner la calefacción. Qué concepto tan moderno la calefacción central, ¿verdad?, casi tan moderno como la televisión en color. En casa de mi madre, aún conserva los precursores a este concepto, unos radiadores de hace más de treinta años, con regulador de temperatura. Ella los pone en agosto al mínimo y oye, no sé como se lo hacen pero ya van dando el calorcito necesario para que esa casa conserve una temperatura standar todo el año. 

Pero qué decir de la mítica catalítica. De esas explosiones de gas que hacía al encenderla, que te convertías en una superwoman de los reflejos porque al segundo del chispazo si no te apartabas te quedabas sin cejas. Tengo una amiga, que tiene una casa en un pequeño pueblo de l'alt l'Empordà. En nuestras juventudes íbamos allí, bueno con lo de casa me quedo un poco corta, era un caserón y las niñas dormíamos en la casa de invitados. Un pequeño habitáculo con dos habitaciones, un pequeño baño y un comedor. Recuerdo estar sentadas en ese comedor hablando y cotorreando de nuestras cosas, de como se iban acumulando los cigarrillos Gold Coast en el cenicero mientras la entrañable catalítica a nuestro lado daba calor a nuestras conversaciones.

Pero para entrañable el recuerdo que tengo de casa de mi abuela. Tenían una casita en una urbanización de las afueras de Olot, allí el invierno es muy duro y hace una rasca que te pelas. Al lado de la cocina, tenían una pequeña habitación adosada que era donde mi abuela cosía. Allí tenía dispuesta una mesa redonda cubierta toda entera por un mantel colgandero hasta el suelo y debajo, una maravilla del mundo mundial, el brasero. Se me cae la babilla al recordar aquellos momentos en que yo, tota petita, me metía bajo esos faldones mientras mi querida abuela, con toda la dulzura del mundo, me preparaba chocolate a la taza. Que antes, no era un minuto al microondas y listo. Mi yaya tenía un cazo y un palo especial que utilizaba únicamente para hacernos el mejor chocolate que jamás he probado y probaré. Con toda la paciencia del mundo vuelta tras vuelta iba creando ese manjar tan esquisito que nos endulzaría toda la tarde y para acompañarlo mojábamos pan tostado o bizcochitos. Si, parece un anuncio patrocinado por ElGorriaga pero así era el pequeño mundo que construíamos las dos sentadicas al calor, chorreando chocolate hasta en los codos y conversando de las cosas más absurdas que pueden hablarse entre una entrañable modista y su nieta al resguardo del crudo frío invernal.
Y es que si, que lo normal es que en invierno se pase frío y en verano calor. Y Ya sea artíficial, ya sea vía manjar, como una buena sopa, un cafetito caliente por la mañana fría o el arrime carinyoso de otro ser humano, como el calorcito en invierno no hay nada.

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