miércoles, 18 de diciembre de 2013

La increíble y poderosa inteligencia humana

Desde que el mundo es mundo, cuando llega el frió las hojas de los árboles caen. Esta imagen tan idílica para algunos puede ser un verdadero viacrucis para otros.

Justo en frente de mi trabajo tenemos al Capitán Ahab con sus pequeñas Moby-Dick. Las hojas del árbol de delante de su local, que desesperadamente quieren entrar en él y con el viento, a penas, huracanado como motor, es donde empieza la lucha del ser humano contra la naturaleza.

Al principio, el buen hombre pensó que armado con una escoba ya tendría suficiente para apartar esas cuatro hojas indiscretas que amenazaban su impoluto taller de tapicería. Viendo que el viento le iba en contra y que con un simple cepillo atado a un palo no era suficiente lo intentó con un aspirador de esos que lanzan aire a presión. Lamentablemente, para nuestra víctima, nuestra calle es muy ancha y estos aparatejos van con cable a la red elèctrica. Cuando vió que el cableado ya no le daba más de si tuvo que dejar su empresa para ir a buscar un alargo. Pobre pulcro empresario, no contó que durante el tiempo que tardó en ir a buscarlo las hojas se arremolinaron frente a su puerta muertas de risa.

Con más rabia que salubridad encendió el trasto que empezó a soplar y soplar. Entre el viento que hacía y el aire comprimido expulsado del aspirador se formaban pequeños tornados que iban haciendo retroceder hasta la calzada esas pequeñas cabroncetas. 

Un par de días estuvo el hombre con su cacharro para arriba y para abajo del pequeño territorio que ocupa su local en nuestra calle. A veces, simplemente las desviaba hacia el parquing de al lado, lo justo para que no entraran en sus dominios. 

Pero un día, se le iluminó la cabeza, ¿y si acabo con el tema de raíz? pensó el buen hombre. Así que cogió a uno de sus mejores trabajadores, le hizo trepar con una escalera apoyada en el tronco del árbol de en frente y le hizo, con un palo, hacer mecer las hojas de el lado que caían hacia su puerta. Como si las del otro lado del árbol jamás se fueran a caer o en caso de tal desgracia el viento las llevara para otro lado. En fin, con palo en mano, el pobre trabajador, ajeno a toda esa batalla que se llevaba su jefe con las hojas, hizo caso obediente y dejó el árbol tieso sólo de un lado.

El vigilante del parquing, que al parecer goza de las mismas luces que nuestro pequeño empresario, como ya se olía el truco del viejo quitahojas y no quería que le llenara su rampa de hojarasca inmigrada, se alío con el susodicho capitán y uno armado con el aspirador y el otro con la escoba consiguieron expulsar a sus enemigas hasta la vía.

Me maravilla que en ningún momento, este señor que tanto le molestaban las hojas no se diera cuenta que si las hubiera recogido, puesto en una bosita y tirado, que hubiera sido lo más normal, el viento no le hubiera jodido el trabajo cada dos por tres y su lucha  contra el viento y la porquería volátil en general no le hubiera dado tantos disgustos.

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