Cuando era pequeña, en mi casa se comía para un regimiento. Cada comida consistía en un primero, un segundo y postre. ¿hasta aquí normal, no? El primero solían ser verduras, extrañamente no me disgustan, sobretodo las que engordan. Con su béchamel, su cansaladita, su sofrito de tomate. De segundo, el filetazo a la plancha, el pollo tamaño avestruz, porque ya os digo yo que no sé de dónde sacaba mi madre esos peazos de pechugas, que para rebozarlas necesitaba un saquito entero de pan rallado. Lo que más recuerdo era esa montaña de filetes rusos, unos encima de otros, apilotonados en un plato. Para los que no me conocéis en casa sólo comíamos dos, mi madre y yo, porque aunque vivíamos con mi abuela, ella era diabética y comía a parte.
Y sigo, sigo. Que no me voy a dejar lo mejor, no os preocupéis. ¡El postre! Para los días de diario se limitaba a un flan o una fruta, según el tiempo. Tampoco tengo muchos remilgos con el tema frutas, a no ser que nos pongamos exóticos, porque ya me diréis quien se zampa un mango o una papaya después de comer como quien se come un par de mandarinas.
Pero los días de fiesta, ¡ah, eso si que era un verdadero atiporre! Antes de comer un buen pica pica, queso, jamón, crusancitos salados, croquetitas pequeñas, mini empanadillas, aceitunas, patatas fritas. Insisto, éramos dos. Luego la comida, que solía ser algún guisado con mucha salsa para hacer barra libre de unta pan come, unta pan come y no explotes porque aun queda lo mejor. Y eso era el postre, que lo hacíamos algo más especial, como por ejemplo, un pijama. Un orgasmo de melocotones en almíbar, flan, nata, fresas y todo regado con un buen chorro de caramelo.
Al parecer, yo iba creciendo con normalidad pero a mi me daba la sensación que mi estómago era cada día más pequeño y que me saciaba antes. Así que, empecé la revolución demandando plato único. Porqué eso de sacrificar el postre, nanai de nanai. Deseo concedido, el ser una niña mimada es lo que tiene, que la cosa va rápido. Solución de mi madre, puré de verduras con media vaca triturada. ¡Claro que si, mujer! O sino su clásico arroz cuatro cientas mil delicias. Véase la receta: arroz, zanahoria, guisantes, tortilla francesa, jamón york o dulce, como se ha dicho de toda la vida en mi casa, salchichas de frankfurt y unos taquitos de bacon. Todo muy light. Evidentemente, si la comida no hace montaña en el plato, ella no está contenta y si se te ocurre decir, no por favor, yo con dos cucharones me basto, te hace la táctica de "ai, nena! Però si això amb dos minuts ho tens pixat!" (Ay, nena, pero si esto en dos minutos lo meas, lo siento, en casa somos catalanoparlantes y me sonaba raro transcribirla directamente en castellano). Se cree que mientras escuchas lo que te está diciendo no ves los dos cucharones que te ha metido de más a la velocidad del rayo veloz.
Desde luego, jamás de los jamases podré decir que fui una niña mal alimentada. Eso si, mi primera hernia me salió un día que salíamos de excursión con el colegio y me llenó la mochila de por si tienes hambres. Coñas a parte, guardo muy buen recuerdo de esos bocadillos de tortilla que se escurría por todos lados, de las mandarinas recalentadas y el plátano, que cuando te lo ibas a comer estaba lleno de golpes y más negro que la conciencia un gitano. Cómo puede ser normal que ese olor nauseabundo que hacían nuestras mochilas se haya convertido para muchos un olor tan entrañable y tan característico de nuestra niñez.
Pues ahora, no sé deciros el porqué pero soy incapaz de comer esas cantidades ingentes de manduca. Mi comida diaria se limita a lo que entra en un tupper y los fines de semana me apaño con cualquier cosa. Por eso, cuando salgo a comer o cenar fuera parece que esté comiendo como un pajarito pero es que el estómago no me da pa más y si paso el límite, de verdad os lo digo, lo paso realmente mal. Una vez, fui con P a cenar una pizza, tamaño rueda de carro, de esas que te dicen "pero si la base es muy finita..." ¡jué lo que me costó digerir aquello!. Me sentía como si fuera una serpiente y hubiera englutido una cabra entera. Nos fuimos de bailoteo y horas más tarde todavía era como si estuviera en una cámara hiperbárica, lo oía todo como de fondo y me costaba un montón hablar. ¡una paranoia tremenda, os lo prometo!
También os he de contar y seguro que no soy a la única que le pasa, que si me quedo un día en casa sin hacer nada soy capaz de comerme media nevera, unos frutos secos y todo lo que pueda arrambar por el camino.
Pero todos tenemos nuestro punto débil, la kriptonita de nuestra sensatez o del para que la liamos. Y como ya sabéis, mis queridos fans, el mío es el chocolate, aunque en esta ocasión también podría muy bien añadir el jamón. Que si, que es más normal conquistar a una mujer con bonbones y no con parte de un cerdo pero si un tio me regalase un jamón sería suya para siempre. Ahí lo dejo señores, para que vayan tomando nota.
A mí me ganarían con un queso...
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