Así empezaron mis vacaciones. Con una hostia padre dos días antes de empezarlas.
El baile dirigido en clases no se me suele dar demasiado bien pero si encima le pones un step por en medio, la cosa todavía es peor. Para los no entendidos en terminología gimnástica, el step es una especie de cajón alargado, normalmente de plástico color gris frío y amenazante que lo carga el diablo. Las chicas parece que tengamos que nacer con el arte innato de hacer coreografías con este trasto. Dando vueltas alrededor, saltando por encima y realizando varias piruetas a varios niveles, que el chisme este tiene dos, raso y escalón.
Era mi primera vez de aquella clase, precisamente por el pavor que le tengo a darme de morros contra el suelo. La clase esta la hace una profesora super pro, siempre está llenísima de gente y siempre me da vergüenza hacer el canelo con el maldito step y por eso me había resistido hasta ahora. Estaba contenta porque la cosa parecía ir bien hasta que la cagué. En mi favor he de decir que iba más despistadilla de lo habitual porque resulta, que todas las chicas iban en una dirección excepto dos, justo las que tenía a mi izquierda, que no sé por qué demonios iban al contrario del resto. Eso producía que cada dos por tres me desconcentrase, me perdiese y a los veinte minutos de empezar pasase lo que tanto había temido. Tropecé con el maldito step y me caí literalmente y dolorosamente de culo.
No entraré en detalles por lo desagradable del asunto pero me retorcí tanto el tobillo que en cuestión de segundos dejé de tener pie para pasar a tener elefantismo peudal. Gracias a Dios, cerca tenemos el sofa de la tertulia donde pude aposentar mi cuerpo maltrecho y desactivar la alarma de pánico total por desmembramiento. A cual rayo veloz, uno de los monitores me fue a buscar hielo para aliviar la angustia que sentía y aproveché el momento para hacer un primer cálculo de daños sufridos: rabadilla adolorida pero bien, hombro desparramado encima del step, no parece dislocado, bien, tobillo hecho un buñuelo y aumentando de tamaño por momentos..., oh, oh... pero bien. Dignidad y orgullo... ¡nada, nada de bien, a tomar por culo los dos! Menos mal que en agosto nuestro gimnasio se convierte en un pueblo fantasma del oeste, con bolas de paja rodando por la sala de spinning y Billy el niño haciendo pesas al fondo.
Cuando llegó J con el hielo en una bolsa, se quedó haciendome compañía y me dijo que en cuanto se me enfriase me dolería. En sí mismo, eso para mi era un contrasentido muy masoquista. Pero se ve que el hielo va bien para bajar la hinchazón, aunque se te quede el pie como un carambano para luego dolerte más.
La gente, allí arremolinada, me contaba sus propias experiencias y me decían que muy probablemente era un esguince y que fuera al médico. Pero si se trataba de eso, yo ya sabía lo que me iba a decir y no me apetecía nada pasarme mis vacaciones con un piemporro inmovilizado.
Al día siguiente, me fui a trabajar, mi moto se portó maravillosamente bien y se dejó falcar sin ningún problema. Que era por lo que yo más sufría, ya que me veía como una gilipollas sin poder parar hasta encontrar a alguien que me la pudiera aparcar. Y así me fui desplazando los dos días laborables que me quedaban.
Parecía que mi pie me dejaba andar, así que no paré. Empecé mis vacaciones con un primer día de compras compulsivas. Tiendas pa arriba, tiendas pa bajo. El segundo día tres cuartos de lo mismo. Quise tomar conciencia y me fui a ver a mi madre a la casa de verano de la familia. Ubicada en una cuesta, a lo que en un tiempo fue las afueras de un pueblo de la costa brava. No sirvió mucho para que mi pie descansara, cuesta pa arriba y cuesta para abajo me ponía el pie cada vez más color berenjena. Dos días antes de venirme para acá volví a Barcelona y me anclé en mi sofá y poniéndome hielo cada dos horas medio conseguí volver a tener cierta movilidad.
Pero poco duró porque en Oporto me esperaba un devenir de calles adoquinadas y angostas que aunque subieran o bajaran era un viacrucis poder circular por ellas.
Aún así mi pie, poco a poco, volvía a su tamaño normal y se iba acostumbrando a tan peculiar lugar. Ahora os escribo sentadita en un banco frente al Douro porque he caminado como 20 kilómetros bordeando las playas y el río por el lado de Vila Nova de Gaia. Asín que ahora mismo no sé si tengo un pie o un botijo por extremidad pero feliz, eh. Porque aunque quizás lo norma hubiera sido ir al médico y al traste con las vacaciones, esta vez preferí ser anormal y ver esta bonita ciudad, muy recomendable para todos.
Hiciste bien en no perdértelo :)
ResponderEliminarBesos!