jueves, 24 de enero de 2019

Sueños rarunos



Esta mañana he salido de casa de mi madre, en el barrio de Gracia y, en al calle de al lado, he visto que el bar donde de pequeña me tomaba el chocolate caliente, volvía estar abierto. Estaba exactamente igual de cómo lo recordaba exceptuando que en la parte posterior había un hombre sentado en un pequeño taburete ordeñando una cabra, en una especie de establo lleno de paja y otros animales.

Entonces, venían mis hermanos (que no tengo) y me preguntaban qué hacía. Nos poníamos a mirar el resto de cabritas que tenía aquel hombre dispuestas a ser ordeñadas. Nos hacíamos selfies con ellas y el señor nos indicaba que si queríamos podíamos pasar a ver su casa.

La casa era como una mansión pero, por una de las ventanas, ay, no, horror, la oscuridad se había hecho y vimos cómo una docena de barcas con remos, tripuladas por una persona y otro pasajero desnudo y atado, se acercaban a la orilla. En susurros uno de mis hermanos me decía: "¡Mierda! Son traficantes de esclavos, tenemos que salir de aquí." 

Con disimulo nos despedíamos de una señora que se suponía que era la mujer del cabrero y era quién nos iba haciendo el tour por la casa, pasando una sala después de otra. Pero en uno de los pasillos, una de las puertas que había en los laterales se abrió sola. Mi otro hermano, el más curioso, empezó a ponerse nervioso. Mi hermana lo vio y me dijo que ya la tendríamos liada con esa puerta porque él no se podría resistir a entrar a ver qué habría. Efectivamente, nos giramos y él ya no estaba.

La tensión entre el resto de hermanos por perder a uno de los nuestros nos delató y, no sé por qué, empezamos a correr hasta llegar a un inmenso jardín donde ya volvía a ser de día. Allí nos esperaba mi padre Ben Stiller con una moto de motrocross a todo gas para salvarnos. Nos unía a cada uno con un alambre, de esos que sueltan las taser y en renglón, la mitad de hermanos a un lado de él y la otra mitad al otro lado y, con su moto voladora, nos disponíamos a saltar la verja del jardín para escapar. Hasta que... ¡Piiiiii!

¡Coño, el despertador! 

Sueños como estos vale la pena recordarlos. Luego, la gente, cuando les digo que me levanto cansada me dicen que no les extraña y que con ese ajetreo es la mar de normal y eso que os lo he resumido para no hacerlo demasiado largo. Ahora el reto es analizar todo este berenjenal. ¡Una ruina en psicólogos!

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